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Prefiero la inmoralidad a la pérdida de la ética

Publicadas por Somos Sudacas |

Prefiero la inmoralidad a la pérdida de la ética



“Sea siempre Quijote, nunca Sancho Panza”. Eduardo Umaña Luna¨



“Más Vale morir por algo que vivir por nada”. Eduardo Umaña Mendoza



Por Giovanni González Arango



Los nombres de los periodistas, Bob Woodward y Carl Bernstein, del diario The Washington Post, probablemente, no son un ejemplo moralmente ajustable a la conducta de la mayor parte de los comunicadores en Colombia. La rectitud ética de estos norteamericanos, que dio luz al escándalo de “Watergate” en 1973, no es la misma que predomina en muchos de nuestros medios, absolutamente dependientes del poder.



El relato de un amplio sector de la prensa nacional, lejos de ponerse al servicio de la opinión, parece la reproducción viva del discurso de los actores que ostentan el poder y, en esa medida, resulta poco probable tener nuestro propio“Watergate”, en un país donde la política y el delito conviven de manera asociada.



Y no es que al presidente Uribe, por ejemplo, pueda atribuírsele una conducta como la de Richard Nixon, quien trataba de espiar a su contrincante demócrata en las elecciones presidenciales mediante el sonado escándalo, pero sí es evidente que muchos de nuestros periodistas no tienen el menor atisbo de actitud crítica frente a los continuos excesos del mandatario antioqueño y de quienes lo respaldan.



Uribe y su séquito de colaboradores han lanzado sátiras, ofensas y falsas acusaciones en contra de sus opositores y de todo el que ha hecho manifiesto su posición disidente frente a ellos, ante el respaldo o el silencio elocuente de varios medios de comunicación colombianos, que parecen ser sus fieles escuderos.



Así lo demostraron muchos de nuestros colegas durante las últimas liberaciones de secuestrados producidas por las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia, Farc, cuando las denuncias de periodistas como Hollman Morris y Jorge Enrique Botero entorno al intento deliberado del Gobierno por generar el fracaso del proceso, se convirtieron en su propia condena.



Ante el anuncio de Botero con respecto a la presencia de aeronaves colombianas sobre el sitio donde iban a ser entregados los cautivos a la comisión humanitaria, el comunicador no recibió ningún respaldo de sus colegas y sí una serie de atentados a su honra y dignidad, que nacieron en el alto Gobierno y que, por desgracia, tuvieron eco en algunas empresas periodísticas.



Las veracidad de las declaraciones, aunque fueron puestas en entredicho por parte del propio ministro de Defensa, Juan Manuel Santos, fue ratificada por el periodista Hollman Morris, que permanecía en el lugar de los hechos persiguiendo un reportaje con los líderes de la insurgencia y que, por decisión de estos últimos, lo llevó al punto de entrega de ese primer grupo de liberados.



Santos, contradiciéndose a sí mismo, se vio obligado a admitir la presencia de la Fuerza Aérea Colombiana en el sitio donde fueron entregados los secuestrados, pero trató de poner la discusión a su favor, cuando exigió la apertura de una investigación en contra del periodista Hollman Morris, por sus supuestos vínculos con la guerrilla de las Farc.



Como era de esperarse, el grueso de la prensa colombiana le dio muy poca credibilidad a las explicaciones de Morris, quien reiteró que fueron los mismos guerrilleros los que lo citaron en la zona donde se hizo la entrega de los 4 prisioneros y sí incluyeron en su discurso manifestaciones de apoyo a las infundadas acusaciones del Gobierno.



Así las cosas, parece que en Colombia se hizo costumbre volver inverosímil cada verdad que afecte los intereses del Gobierno y satanizar a quienes la revelan, como lo evidencian estos hechos, y como también lo pueden ratificar periodistas del talante de Daniel Coronell, quien se vio obligado a dejar el país por varios años, víctima de amenazas contra su vida, con motivo de su ejercicio periodístico.



Coronell tuvo que huir lejos de las fronteras criollas, unos días después hacer público un reportaje en el que se evidenciaba que el helicóptero del padre del presidente, Alberto Uribe, había sido encontrado en un gigantesco complejo cocalero desmantelado por el Departamento Antidrogas de los Estados Unidos y varios cuerpos de inteligencia colombianos en 1984.



A pesar de la predecible estigmatización a la que fue sometido y de todas las situaciones calamitosas que debió soportar, el periodista no recibió la menor expresión de respaldo de parte de los medios de comunicación, lo cual se refleja en el casi desconocimiento que existe en la opinión sobre el particular.



En contraste, muchos de los medios nacionales hicieron un escándalo “de la madona” porque, supuestamente, Coronell ocultó material probatorio al reservarse la revelación que dio origen al escándalo de la “Yidis política”, cuando en realidad estaba amparado por la misma legislación colombiana, que en el parágrafo uno del artículo tercero del Código de Ética, contenido en la Ley del Periodista, reconoce su derecho de reservarse la fuente.



Para algunos medios, restringidos por compromisos políticos y económicos, fue más relevante el hecho de que Coronell hubiese ocultado esta verdad y no el vergonzoso capítulo que una vez más estaba escribiendo la clase política colombiana, que en esta ocasión ponía a la luz la fraudulenta aprobación de la reelección del presidente Uribe.



Por supuesto, tampoco fue relevante para esas empresas periodísticas el compromiso personal que el periodista había asumido con su fuente, la ex representante Yidis Medina, quien supeditaba el descubrimiento de las declaraciones al cumplimiento o no de las prebendas que le ofrecieron, a cambio de votar a favor del acto legislativo.



Luego de su larga estadía en territorio extranjero, el comunicador fue envuelto en otro de esos escandalillos que ponen fin a todas las crisis del Gobierno, al ser incluido en el llamado proceso de la “Farc política”, que no ha generado la primera acción judicial concreta.



El caso de Morris, Botero y Coronell, no por plausible deja de ser vergonzoso y tiene que llevar a la reflexión a quienes hoy se preparan para internarse en esta empresa tan peligrosa. Es una muestra palpable de la polarización que vive el país, orquestada por las grandes cadenas mediáticas, entorno de la cual se vive la más cruenta casería de brujas.



Es impresentable que los medios de comunicación toquen la misma nota del Gobierno Nacional, que rodeado de escándalos verdaderamente pavorosos, no sufren la menor crítica en ninguno de los espacios informativos, los mismos que dedican buena parte de su tiempo a acentuar los odios en contra de todo aquel que haga expreso su legítimo derecho de denunciar los abusos del poder.



Muy lejos estamos de alcanzar ese grado de compromiso que asumieron los dos periodistas de The Washington Post, quienes luego de una exhaustiva investigación, cumplieron su compromiso profesional de transmitirle la verdad a los estadounidenses, pese a las restricciones que les impuso el mismo medio para el cual trabajaban.



Mientras Woodward y Bernstein recibieron el reconocimiento de todos sus colegas y aún hoy son objeto de incontables expresiones de admiración, más que merecidas, quienes intentan asumir una tarea como esa en Colombia son víctimas de todo tipo de atropello.



Los periodistas que se atreven a hacer denuncias de esa naturaleza, en esta, la tierra del bien y del mal, no solo son tildados de terroristas y mentirosos, sino que son objeto del desprecio de la opinión, que incluye la posición oficial de las cadenas mediáticas más importantes el país, y lo que es más doloroso, de muchos de sus periodistas.



Se hace inconcebible la falta de solidaridad del gremio con ese tipo de colegas, a quienes poco les importa arriesgarlo todo, en búsqueda de su irrenunciable objetivo de informar y revelarle al país esas verdades ocultas con las que la mayoría de los colombianos preferiría no encontrarse, bien por miedo, por indiferencia o por oportunismo.



Triste resulta que en el concepto de muchos compatriotas, estos tres valiosos personajes sean vistos como “adefesios de la moralidad”, por el simple hecho de atreverse a enfrentar el poder, cuando de ello dependía el descubrimiento de la verdad.



En ese entendido, bienvenida sea la inmoralidad, siempre que el objetivo sea el alcance de una actuación verdaderamente ética, que sólo puede alcanzarse mediante la comprensión del objetivo central de nuestra profesión: servir de fiscalizadores del poder, en defensa de la ciudadanía. Una tarea que algunos llaman el “cuarto poder” y que otros adjudican a la necesaria ceración de un “quinto”, pero que en general muy pocos cumplen.



Qué ironía que un trabajo investigativo, profundo y veraz, como también lo fue el de “Watergate”, es decir, ejecutado con una rigurosidad periodística más que justa, sea objeto de la satanización a la que frecuentemente son sometidos quienes se atreven a desafiar a los poderosos.



Guillermo Cano, Jaime Garzón o Manuel Cepeda Vargas serían sólo unos nombres intrascendentes desde esas lógicas vergonzosas que utilizan los emporios informativos de nuestro país, para los cuales la libertad de prensa parece ser una receta recurrente y flexible, con ingredientes que bien pueden ser suplidos, sin alterar el producto.

Somos Sudacas

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Es un Colectivo de comunicación popular y alternativa que surgió en junio de 2001. Nuestro programa fue transmitido ininterrumpidamente hasta el 28 de octubre de 2004 cuando fue cerrado INRRAVISIÓN por el gobierno nacional. Anteriormente la palabra “sudaca” se utilizaba para nombrar a los sudamericanos que se encontraban exiliados en Europa, producto de las dictaduras militares en el cono sur espacialmente. Un término despectivo que también encierra la estigmatización contra los latinoamericanos: “sudor y caca”. Estos dos elementos que para muchos son símbolo de “excoria social” para nosotros significan perseverancia, resistencia y desde el punto de vista fisiológico, una necesidad humana que por fea y desagradable que parezca es parte de nuestro cuerpo. Lo que para los estilistas del lenguaje es peyorativo, para nosotros refleja la exclusión que por tantos años ha padecido los pueblos americanos. Esa odisea que aún no termina y que por tanto, si queremos incidir en el cambio social, debemos mirar hacia los “sudacas” que en la cotidianidad enfrentan la segregación étnica, social, cultural, política y económica.
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